Rusia volvió ayer a sembrar el terror en Ucrania y a conmocionar a la comunidad internacional al lanzar uno de sus mayores ataques contra la población civil en más de tres años de guerra. El impacto de dos misiles balísticos sobre una zona urbana en la ciudad de Sumy, a una hora de la mañana en que la ciudadanía llenaba las calles y se disponía a celebrar el Domingo de Ramos, ha matado al menos a 34 personas, entre ellas dos niños, y ha dejado en evidencia la nula disposición del Kremlin a trabajar por un alto el fuego. El devastador ataque, que recuerda a la matanza de abril de 2022 en la estación de tren de Kramatorsk, se produjo tan solo dos días después de que el enviado de la Casa Blanca Steve Witkoff se reuniera con Vladimir Putin en San Petersburgo, con el supuesto objetivo de intentar avanzar en las conversaciones de paz.
El ataque a Sumy no respondía a objetivos militares y solo puede entenderse como un crimen de guerra, un castigo a la población en una fecha cargada de simbolismo. Además, arroja aún más dudas sobre un alto el fuego en el que Donald Trump se ha implicado personalmente y se juega su imagen de hombre fuerte ante el mundo. De hecho, el viernes avisó en su red social de que «Rusia debe moverse» para poner fin a un conflicto «terrible y sin sentido». La matanza compromete a todos los líderes mundiales, pero muy especialmente al presidente de EEUU, a tomar «medidas fuertes» para obligar a Rusia a aceptar el alto el fuego, tal y como expresó ayer el presidente francés, Emmanuel Macron. Así lo entendió también el enviado de Washington para Ucrania, el militar retirado Keith Kellogg, quien señaló que el ataque contra Sumi ha sobrepasado «cualquier línea de decencia». Aunque la caótica personalidad de Trump obliga a la cautela, el cinismo, el cálculo y la brutalidad de Putin han situado a la Casa Blanca frente a la evidencia de que el Kremlin sigue más interesado en ganar tiempo para apuntalar sus intereses y someter a Ucrania que en alcanzar la paz.
En un complicado contexto internacional, sacudido por la guerra arancelaria y las pretensiones proteccionistas de Trump, una de las pocas cosas claras del nuevo orden multipolar que está surgiendo es que la alianza estratégica entre Rusia y China se mantiene intacta, con Xi Jinping proporcionando a Putin la mayoría de herramientas y tecnología que necesita para «reconstruir su maquinaria de guerra», según informó al Senado de EEUU el jefe del Comando Indopacífico, Samuel Paparo, hace pocos días. Si lo que pretende Trump, como apuntan algunos analistas, es acercarse a Moscú para romper sus lazos con Pekín, los riesgos de esa estrategia son incuestionables. Ello debe poner en guardia, salvando las distancias, a Pedro Sánchez en su entusiasta acercamiento a China, a la que Ucrania acusa de enviar mercenarios a combatir junto a Rusia.
El diabólico contexto geopolítico obliga a mantener una cautela que el Gobierno español no está teniendo, como ya le ha reprochado Washington, y apremia a acelerar el rearme de toda la Unión Europea, cuyo potencial militar y armamentístico es claramente insuficiente para disuadir a Rusia si Washington se repliega.